sábado, 27 de noviembre de 2010

Cadáver exquisito de noche de invierno.

Ella le sonrió como si dos años hubiesen sido décimas de segundo, con la misma calidez de la última mañana que amanecieron juntos. Había sido pura casualidad que coincidiesen en aquella parada de autobús, a los dos les quedaba a desmano y la ciudad era de paso para ambos. Él le habló de sus últimos días con la confianza del principio y ella escuchaba sin saber en qué punto había dejado las ganas de quererle.(S.M)

Y las ganas de todo que se había ido comiendo esta apatía estacional. Si había algo que soportara aún menos que la rutina era esa especie de conformismo que había sustituido a sus ardientes urgencias. Le seguía oyendo de fondo, más allá de sí misma. Se recordó hace unos años, su boca siempre descontenta, sus manos impacientes, sus temblorosas piernas.(J.L.)


No podía quitarse de la cabeza el cosquilleo que le hacía mientras le acariciaba los muslos. Su lengua recorriéndole la espalda, dibujándole una línea imaginaria, interminable. Le contestaba con monosílabos, con una frialdad que contradecía la expresión de sus ojos, pero descubrió que era imposible borrar la falta que le había hecho durante todo ese tiempo. Entonces él cogió su mano y le pidió, casi rogándole, que le acompañase. (S.M.)


Se conocía de sobra. La compasión no valía con ella. No aceptaría volver a su cama sólo por compartir soledades. Era hora de cerrar un ciclo, de despertar de nuevo su sensualidad en brazos de desconocidos. Dónde había quedado aquella mujer que le había pegado ya varios bocados al mundo y ahora había perdido el apetito. Qué había sido de ella. Él no tenía la culpa, los problemas radicaban en su antropofagia, en su hambre impulsiva que acababa con los hombres apenas los empezaba. Rebañaba instintos hasta que se saciaba, agostaba las relaciones y entonces debía volver de caza, desempolvar sus tácticas de felino. Decidió que con este ya había acabado, que había dejado de sentir. Echó un vistazo al bolso y vio que allí estaba aún su carmín rojo y el frasco de perfume de las grandes ocasiones. Salió de su apartamento, cerró la puerta inmune a sus gritos desesperados y al pasar por el espejo del rellano pasó la vista por su figura: sabía que aún despertaba muchas miradas indiscretas. Deseaba ser deseada. Volvería al bar de siempre. (J.L.)

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