miércoles, 26 de enero de 2011

Todas las ciudades.





Hay tardes de invierno en las que piensas que todas las ciudades son una. Que los cines siguen vivos, que queremos seguir pagando -lo razonable- por viajar sentados en la butaca del Cine Doré. Que Entre dos aguas te va a emocionar en Oviedo, Barcelona o Sevilla, que los amores incompletos son los únicos que pueden ser románticos si la sangre hierve allí donde vayas, que Woody Allen puede conocer el concepto España aunque Vicky y Cristina sólo sean las típicas "turistas de postal". Hay días de sol de enero en los que Lavapiés se viste de corralas de ropa tendida y luces encendidas desde la azotea de un edificio de capas de ladrillo anacrónicas en las que el gas no prende y los cigarrillos los consume el viento helado. Hay momentos en los que te topas sin querer con Berlín en Embajadores, con la Tacheles en Madrid o con todo el mundo dentro de una gran fábrica desvencijada y crees que quizá al ser humano aún le quede una fachada sin lucir, desnuda, en la que perviven gestos de altruismo y solidaridad. Te pierdes en recovecos de mil pequeñas iniciativas de más cultura popular, del pueblo para el pueblo, sin dueños ni inversiones, y crees que lo desbaratado conserva mejor ese sabor genuino (a viejo) de lo que no ha querido ponerse precio.

Y entonces subes hasta Atocha, te sientas en el tren que acerca las lejanías de la periferia y piensas que Madrid es todas las ciudades.


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